BLOQUE 7

PREMIO FUNDARTE 2010

PREMIO FUNDARTE 2010
DIARIO DE MOSCÚ

PASEO EN TROIKA. PARQUE SOKOLNIKI

PASEO EN TROIKA. PARQUE SOKOLNIKI
EDGARDO MALASPINA PASEANDO EN TROIKA. MOSCÚ. 2009.

miércoles, 14 de octubre de 2015

DIARIO DE MOSCÚ.1981



1981


JULIO-AGOSTO. SIBERIA

            Después de visitar Omsk, Bratsk e Irkutsk llegamos a nuestro campamento, situado en una explanada, cerca del río Vijorevka.  Asociaba a Siberia a un territorio inhóspito habitado por gente ruda.  Su solo nombre se traducía en mi mente en cárceles, decembristas, nevadas, gorriones que mueren de frío en pleno vuelo y en algo triste e inalcanzable, lejano.  Ahora Siberia para mí son muchas cosas buenas, un recuerdo grato como la taigá.
            El campamento era amplio, limpio, con una entrada formada por dos miradores de madera a la manera de las fortalezas antiguas.  Desde esas torres se observaba el caserío, al cual íbamos los sábados por la tarde a los bailes que se daban en los salones de la casa de la cultura.  Regresábamos en la madrugada y con unos tragos demás.  Una vez para acortar camino atravesamos el Vijorevka.  El agua fría casi tapaba nuestras cabezas.  En otra ocasión, el 18 de agosto, un compañero me empujó al medio del río. Había llovido y el río estaba crecido, rápido y furioso. Fui arrastrado por un largo trayecto. Tragué mucha agua. Igor, un joven siberiano comprendió que me  estaba ahogando y me sacó.

            Dormíamos en carpas de lona.  Una noche en una de ellas hubo un alboroto; el culpable resultó ser un pequeño e inofensivo oso que más tarde se convirtió en nuestra mascota.  Los días eran largos, el sol se ocultaba casi a las once de la noche; pero nos acostábamos temprano.  En la mañana, después del desayuno, partíamos a los diferentes puntos de trabajo, asignados a nuestra brigada estudiantil.


El trabajo era muy duro, pero  nos animaba el hecho de que estábamos contribuyendo con la construcción de la vía férrea transiberiana, una obra monumental. El año pasado para los juegos olímpicos también trabajamos en este sitio. Nuestra brigada se llama Globus.

            A veces nos tocaba el turno de la noche y entonces sentía un raro goce espiritual cuando llegaba la madrugada, fría y silenciosa.  Tomábamos el té alrededor de la fogata, en un espacio abierto, acompañados siempre del rocío y a veces de una luna grande y brillante.  Fumábamos papirosa, un cigarrillo con boquilla, o cigarros hechos por nosotros mismos con majorka, un tabaco barato muy popular en la guerra. El tabaco se envolvía en cualquier papel, el cual por lo general era de periodico. El sabor y el olor de esos cigarrillos caseros eran horribles, sin embargo nos servían para hablar, callar y meditar.

  Una vez a la semana íbamos al baño ruso, una construcción de madera con vapor proveniente de piedras calientes al lanzarles agua.  Sacudes el cuerpo con ramas aromáticas de abedul bajo una temperatura bastante alta, cuando el calor se hace insoportable te echas un balde de agua fría, te estremeces y sientes un alivio.  Se remata con un trago de vodka o con una cerveza fría.
  En un pequeño barco navegamos por el río Angará, hacia el lago Baikal.  Cielo claro, viento cálido, aguas quietas.  Cerros azulados, peñascos negros, árboles inclinados hacia el río.  Estamos entrando al Baikal, dicen.  Son aguas cristalinas, en calma, para contemplarlas y sorprenderse, para tratar de buscar el fondo y ver el movimiento de los peces.  En la orilla compré unos souvenires de piel de reno.  Nuestros antepasados contaban sólo con los renos para trasladarse a las troikas, ahora tenemos las vías férreas del Baikal – Amur, dice el vendedor con orgullo.

            La taiga en verano es sombría, silenciosa y acogedora.  Los domingos, muy de mañana, nos adentrábamos por sus caminitos para recoger hongos, entre pinos, abedules, abetos, cedros y arces.  Rociábamos el cuerpo con una colonia barata, “gvozdika”, para evitar las picaduras de los zancudos.  Nos enseñaron a diferenciar los hongos comestibles de las pogankas, hongos venenosos.  Yo consultaba con un libro, pero siempre los venenosos se colaban. Una vez, después de recoger hongos, el cocinero gritó: ¡Alguien nos quiere envenenar! Preferí guardar silencio prudentemente porque mostraba mi maletín.
    La cena con hongos era una delicia dominical.  Se terminaba bebiendo Kvas de pan blanco, frío y muy ácido.  En la taiga, además de hongos, recogíamos azucenas y cortezas de abedules para hacer pergaminos en los ratos de ocio.
 
En julio tuvimos la oportunidad de observar y sentir un eclipse de sol. Como siempre comenzamos a trabajar  muy de mañana. De pronto se hizo de noche, el tiempo se puso frío, el viento rugió y arrastró todas las hojas que encontró a su paso. Dejamos de trabajar para contemplar el cielo estrellado.

            Cuando estás en la taigá – dice alguien – piensas y sientes que debes ser solidario con el prójimo.  Así lo entendían los aventureros buscadores de oro y diamante.  Caminaban muchas verstas y luego descansaban en las estancias.  Allí encontraban abrigo, comida y agua.  Luego partían y dejaban una ración, y todo en orden, para el que venía detrás.  La taiga tiene misterios, la suerte, el peligro y el llamado a la solidaridad entre los hombres.


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